Publicado en usahispanicpress.com el 21/06/2013
Muchos venezolanos deben suspirar al ver las imágenes
de las contundentes protestas en Brasil y en Turquía. Deben ver con admiración
y envidia el impacto global que han tenido y cómo han descolocado a sus
gobiernos en pocos días, tras haberse iniciado por temas que suenan a poco,
como el aumento del pasaje en el transporte público o la eliminación de un
parque en el centro de la principal ciudad.
Y es que en Venezuela, aunque la protesta sea pan de
todos los días, la contundencia, espontaneidad y masificación de la misma
resulta mucho más complicada. Dos meses después de que medio país denunciara un
supuesto fraude electoral no se han visto en Caracas imágenes como las de Sao
Paulo o Estambul. Sin contar que en ese mismo período la inflación ha golpeado
el bolsillo de la población (10,4% entre abril y mayo) y la escasez de
productos básicos, como el papel higiénico, es la norma más que la excepción.
Unas desordenadas movilizaciones en las primeras
horas tras conocerse el resultado electoral fueron las únicas vistas en las
calles venezolanas, y éstas fueron recogidas poco después por el propio líder
opositor Henrique Capriles y su comando de campaña. Hoy por hoy quienes
mantienen viva una protesta son los estudiantes y profesores universitarios por
reivindicaciones en su sector, que aunque han sido importantes y en contra de
las políticas del gobierno, no incluyen a la dirigencia política ni han llegado
a ser masivas.
La particularidad del caso venezolano se expresa
también en este miedo que existe por tomar las calles para exigir derechos,
sobre todo políticos. La sombra del 11 de abril de 2002 planea sobre cualquier
plan (legítimo) de la oposición, y el manejo que da el gobierno a cualquier
manifestación a través de sus medios de propaganda hace dudar a cualquiera de
tomar la calle, temiendo represiones, manipulaciones o pérdida de respaldo
popular.
Desde aquellos eventos ocurridos hace 11 años, para
la oposición al chavismo ha resultado inimaginable ir a protestar a la sede del
gobierno, algo habitual en cualquier democracia. Los enfrentamientos de esa
fecha, que dejaron cerca de 20 muertos poco investigados y que generaron un
levantamiento militar, hacen que la mayoría de las protestas se aleje del
centro de Caracas y pierda fuerza incluso antes de comenzar.
Para el gobierno cualquier manifestación es
“golpista” y tiene detrás un plan para asesinar cientos de personas, y usa todo
su poder para sembrar esa idea en el ambiente. Para la oposición hay muchos
riesgos de llegar a las inmediaciones del Palacio de Miraflores o sedes
ministeriales: posibilidad de enfrentamientos, heridos, fallecidos o de
situaciones generadas por el propio gobierno que eventualmente serán
calificadas como culpa de quienes organizan la protesta.
Henrique Capriles, tras perder la elección del 14 de
abril de este año llamó a organizar una amplia movilización hacia la sede del
Consejo Nacional Electoral, en el centro de Caracas. Desde su convocatoria y
hasta la fecha pautada se generaron enfrentamientos en distintas ciudades del
país y movimientos irregulares que llevaron a la suspensión de la misma. Se
temía, con ciertas bases, una repetición de aquel 11 de abril pero con un
gobierno mucho más preparado y amenazador.
Sin embargo, semanas han pasado y los ánimos se han enfriado
lo suficiente como para que la oposición siga sin haber organizado movilizaciones. Lo que más
se ve son protestas menores en el este de Caracas, feudo opositor, demasiado
alejado de las sedes gubernamentales y de la repercusión mediática nacional e
internacional.
Además de ese trauma del 11 de abril, las constantes
e innumerables convocatorias electorales controlan también a quienes piensan en
la calle como un escape ante tanto malestar. En esta Venezuela siempre hay una
siguiente oportunidad, por distinta que sea. Aun cuando siguen las giras
internacionales y se espera la respuesta del Tribunal Supremo de Justicia ante
las denuncias interpuestas en contra da la elección presidencial, ya la amplia
dirigencia opositora debate, y a veces pelea, por las candidaturas a los 335
municipios que elegirán sus alcaldes a finales de este 2013.
Por cuestionable que parezca tal actitud esos
espacios de poder no son de menospreciar, más aún tras haber perdido 20 de los
23 gobiernos regionales en diciembre pasado. La oposición sabe que necesita
ganar el voto nacional en esta próxima elección local y que puede hacerse con
el control de buena parte de las capitales y ciudades más importantes del país.
Por eso cada paso intenta ser medido, cada reacción controlada.
Si no hubiera en Venezuela proceso electoral en el
horizonte, al menos hasta 2016, quizás la situación fuera otra y la impotencia
llevaría a manifestaciones callejeras, frente a los organismos del Estado, con
imágenes que rondaran por el mundo, como hoy los vemos en Turquía o Brasil.
Pero el miedo a repetir el pasado, y la borrachera de elecciones de todo tipo
que inundan los calendarios venezolanos, hacen que desde el liderazgo opositor
se contenga cualquier muestra de rabia.
Sea o no el camino correcto al gobierno le sirve para
tomar confianza y saber que haga lo que haga, siempre habrá una futura elección
que contenga los ánimos de aquellos que se sienten perjudicados, sin temor a
manifestaciones masivas. A ratos pareciera la fórmula perfecta para implantar
una dictadura a fuego lento, como la que se ha venido cocinando en Venezuela
desde hace una década.
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